El silencio


Si lo que más echaba en falta antes de entrar en la abadía era el silencio para ayudarme a estar en paz con Dios, una vez en ella se había convertido en un tesoro que la mayoría de monjes había llegado incluso a tener en consideración. Lo volvimos a recordar cuando un grupo de leñadores comenzaron las tareas de tala de un bosque cercano, y aunque situado en un monte a varios kilómetros, el eco de la maquinaria y motosierras se oía con notable claridad, más aún entre la profunda atmósfera de recogimiento de la abadía.

Pronto su molestia fue tal que nos impedía concentrarnos en nuestras oraciones, y tanto el abad, como mi confesor, me recomendaban que lo tomase como un acto de mortificación y un sacrificio que ofrecer, junto con mis pesares diarios, en honor al Señor, por supuesto también para la conversión de pecadores y las ánimas del Purgatorio y, también, en expiación de mis propios pecados y caídas.




Los frutos por ese sencillo acto de mortificación pronto fueron evidentes, y el espíritu de aprovecharse de ello era tal que, si al principio nos estorbaba y molestaba, luego esperábamos que los trabajadores comenzasen su jornada para que sus molestias se convirtieran, por nuestra predisposición y merced a la gracia divina, en una ocasión para probar nuestra fidelidad, fe y lealtad con nuestras convicciones.

Así, algo a priori nocivo se había convertido en una ocasión fácil y sencilla para robustecer nuestra fe. No teníamos ocasión de convertirnos en mártires de la persecución hacia la iglesia de Cristo de los primeros siglos, pero con esas dificultades y pruebas podíamos participar, en cierto modo, de nuestro propio martirio.

Y es que la vida del cristiano, mientras esté en este mundo, no es un camino de rosas, deberíamos saberlo todos y cada uno de los monjes, pero demasiadas veces y demasiado fácilmente se nos olvidaba. Si fuera fácil todo el mundo sería un cristiano, y muy comprometido. Si fuera fácil nadie habría muero defendiendo su fe y al Evangelio.

Era muy cierto que quienes amaban a Dios para solucionar sus problemas o vivir una vida confortable no amaban realmente a Dios. Amaban sus dones, lo amaban por su poder o por sus gracias, pero no amaban realmente al Señor. No hay cristiano (y me atrevería a decir, ni cristianismo) realmente sin dificultades, porque ni el Reino de Dios es de este mundo, como dice Jesús nuestro Señor, ni este mundo se ha purificado. Mientras seamos peregrinos nuestra vida aquí se entremezcla con los que obran el mal y la injusticia, y no podemos evitarlo. Todo ello nos afecta a nosotros, y a los demás, sean cristianos o no, y sean inocentes o no.

Dios espera y es paciente, así que ante la respuesta tan repetida por tantos ateos de "¿dónde está tu Dios?", esperando para que te salves. No ver el tiempo de gracia de Dios como una oportunidad no es solo estar ciego y despreciar las últimas y postreras ocasiones que tenemos para salvarnos, sino que es,además, pensar en un Dios "a lo humano", cortoplacista, un Dios justiciero y vengador alejado del Dios misericordioso y lento a la ira y rico en piedad que nos presentó, y nos enseñó, nuestro Maestro y Salvador Jesucristo.