Dejarlo todo


A medida que vamos cumpliendo años en el mundo, nos vamos llenando de más y más cosas, trastos inútiles a los que les otorgamos el título de "imprescindibles", y a algunos de ellos llegamos a entregarles el corazón y hasta la vida. Pasamos penurias y calvarios hasta obtenerlos, pensando que ese nuevo producto llenará el vacío que el anterior no pudo.

Pienso que los niños son los más desprendidos en este sentido, por eso Nuestro Señor nos recomienda su sencillez. Un niño puede encapricharse de un juguete, pero no pasa mucho tiempo hasta que lo abandona o se cansa de él, llegando a destrozarlo.




Cuando yo era pequeño, tenía un perrito de goma al que quería mucho. Lo sacaba "a pasear" con una correa como si fuera de carne y hueso. De tanto acariciarlo, una de sus orejas comenzó a rajarse, hasta que se desprendió por completo. La cabeza se le caía, y de arrastrarlo se le produjo un agujero en una pata. Terminó en el basurero, donde terminan todas las cosas materiales que tenemos en este mundo.

Nosotros mismos vemos cómo año tras año ya no somos quienes éramos: tenemos menos fuerzas, la piel se arruga y el cabello encanece, y los achaques de enfermedades diversas se suceden más continuamente y día tras día. Podemos disimularlo, teñir el pelo, disfrazar el paso del tiempo con soluciones de cirugía estética, pero al final los años se acaban imponiendo y acabamos también llenos de agujeros, y terminamos en la nada. Ese es también nuestro fin, y las cosas que nos acompañaron y de las que nos rodeamos vivirán la misma suerte.

Si todo es tan frágil, caduco y corruptible, ¿porqué no nos damos cuenta para aspirar a los bienes eternos? ¿Por qué estamos tan ciegos que vivimos engañándonos a nosotros mismos, como si no fuésemos a morir?

El mayor engaño del diablo, dice el Santo Cura de Ars, no es decirle al hombre que morirá. Eso bien lo sabe cada hombre. Sino decirle que "no morirá todavía".

Es habitual escuchar a muchas personas decir "este auto quiero que me dure toda la vida", "esta pulsera es para toda la vida", mi amor, mi esposa, mi hacienda... Para toda la vida. Y hablan así creyendo que eso supone muchísimos años, cuando pueden morir a la media hora siguiente. Nada más lejos de la realidad el pensar que tenemos asegurados unos cuantos años más, ¡ni siquiera tenemos asegurado un día, mucho menos una semana!

Aun siendo fuerte y gozando de buena salud, ¿quién le asegura a semejante desdichado que no puede tener un accidente y morir mientras conduce? O al caminar por la calle.

Ni la sociedad, ni el mundo ni nuestros enemigos, quieren que pensemos en la realidad de la muerte. Intentan distraerte, entretenerte con cientos de otras cosas que desvíen tu atención de la auténtica, única e insalvable certeza: que tendrás que despedirte de este mundo, y ser juzgado. Todo para que no caigas en la cuenta y, así, perder tu alma en un juicio que no se parece al juicio de los hombres, en donde no habrá piedad y nuestras obras, y lo que somos, aparecerán con indudable claridad.

Vayámonos preparando para ese momento mientras tengamos la gracia de disponer de un poco de tiempo, porque luego será ya tarde, y recapacitemos sobre a dónde y en quién dejamos y ponemos nuestro corazón, porque si nuestra esperanza y nuestro sustento se encuentra sujeto a las cosas de este mundo, sufriremos su misma suerte. Dejemos el perro sucio y agujereado, y aspiremos y dirijamos nuestra vista hacia los bienes eternos que no solo no tienen caducidad ni se corrompen, sino que los podremos disfrutar por toda la eternidad. Los de aquí abajo, convéncete, no son más que espejismos, apariencia que dura un día, y que pronto se acaba. Busca y combate la buena batalla de la eternidad, para poder así contarte un día entre los que son dignos de ella.