La capilla y las horas de misa


En la capilla de la abadía, con la imagen de la Nuestra Señora del Carmelo en el altar mayor, los monjes nos sentábamos en un lugar apartado, aislado, en el coro. Estaba situado a la derecha del altar, en el transepto, en uno de los brazos de la cruz que dividía la capilla en secciones, y expresamente alejado de los bancos de la nave central, en donde se sentaba el pueblo.

Cada día celebrábamos dos misas, una de ellas, a las doce del mediodía, era en la que se abrían las puertas de la capilla al público. Los domingos había dos misas públicas, a las doce y, la otra, a las siete, donde se rezaban las vísperas tras ella y el rosario antes de ella.




Durante todos los días un hermano rezaba en la capilla, antes de la misa, el rosario, una tarea que nos la repartíamos a turnos.

No acudía mucha gente a las misas, salvo algunos meses durante el verano. La mayoría de los feligreses eran vecinos muy mayores de las aldeas circundantes, que no tenían servicio religioso En su localidad algunos recorrían casi diez kilómetros para llegar, por lo que había ancianos que, sin posibilidad de desplazarse en auto ni caminando, tenían serias dificultades para recibir los sacramentos.

Por ello, nuestra labor pastoral por las aldeas y poblados de los alrededores era muy importante. Así, tanto algunos sacerdotes o hermanos acudíamos en ocasiones a los domicilios, o a leer la Palabra, rezar oraciones o decir misas, en las capillas y ermitas de las montañas cercanas.

Aunque teníamos un viejo automóvil para casos de necesidad, la mayoría de nuestros trayectos los realizábamos a pie. No solo por cuestiones de ahorro, que también, sino por motivos de obvia disponibilidad: no podíamos tener un vehículo para cada uno.

Yo solía aprovechar esas horas de camino para realizar mis oraciones, o escribir las notas y apuntes que el Señor me inspiraba. Eran, además, momento de cierta relajación, pues podía así centrar todos mis sentidos en el Señor, al que había dedicado mi vida.

Tampoco en el resto de tareas recurríamos demasiado a las máquinas modernas, tanto en el cultivo de las tierras, para la labranza, o en los talleres de la abadía, las herramientas eran principalmente artesanales y casi todo el trabajo, manual. Si ciertamente cultivábamos los campos y realizábamos trabajos de carpintería, antes que carpinteros o agricultores éramos, sobre todo, monjes, por lo que nuestro trabajo manual solo era un medio para subsistir y poder satisfacer nuestras necesidades básicas de supervivencia, que nos posibilitaba nuestro cometido principal de dedicación a Dios y de oración y soledad, alejados del mundo aun estando en el mundo, en la espera paciente y perseverante en la venida de Cristo nuestro Redentor.