La hora canónica


Seguramente el abad De la Cruz estaría pensando que dónde me habría metido. No era fácil ascender por un sendero que hacía tiempo ya había dejado de ser un camino asfaltado, y estaba convertido en un barrizal, reseco a veces, otras cubierto de hojas secas caídas de los árboles y, siempre, entre una niebla persistente.

En algún recodo se abría cierta perspectiva del entorno, apareciendo una visión de las montañas que, en días claros, debía de resultar arrebatadora e inspiradora pero que, entre la pertinaz niebla, apenas se distinguía ni el paisaje, ni los más que probables barrancos que se encontrarían en derredor. Seguí con paciencia por la segura senda, intentando librar mis pies de los recovecos que habían formado las pisadas del ganado que por allí había transitado, sin lograrlo en un gran número de ocasiones.




Me sentía perdido, aunque en mi interior creía estar seguro del camino.

El cielo cada vez más gris y compacto me indicaba que no tardaría en llover, y que ese fenómeno atmosférico sería solo cuestión de tiempo. La niebla, no obstante, ya había impregnado de cierta capa de humedad todas mis prendas.

Miré mi viejo reloj girando mi muñeca, y al ver la hora intuí que los monjes de la abadía ya habrían rezado los laudes. Pronto estarían en la misa vespertina, y yo aún sin aparecer.

Entonces me resultó familiar una vieja fuente en el camino, y sabía que solo tenía que girar a la derecha, y podría divisar ya a lo lejos la torre de la abadía. Fue un alivio descubrirlo así que, mientras me acercaba con paso ya más seguro y decidido, repetí la consagración a nuestra Señora la Virgen del Monte Carmelo.