Dios lo es todo, y no hay más


Muchas veces habréis leído aquí que hablo del Señor al que hemos dedicado nuestra vida, pero en realidad podríamos decir que Él es nuestra vida y, nosotros, estamos muertos en Él, de tal manera que tratamos de conseguir que Cristo viva en nosotros, sea nuestro absoluto.

Quien no haya sabido experimentar esta realidad, le parecerá algo incomprensible, e incluso no le dará valor, absorbido como están por los engaños del mundo. Es como aquella mariposa que vuela girando alrededor de una vela, totalmente cegada por su cercanía, sin darse cuenta que el sol es mucho más grande y más cálido.




Por supuesto todo ello tiene un proceso. Hay monjes que lo viven de una manera distinta, según su carisma y las disposiciones que el Señor les dé, y hay cristianos que lo viven de otra, incluso algunos en lucha abierta por estar enfrentados continuamente con el mundo, atados por las necesidades del cuerpo de las que, obviamente, no pueden prescindir.

Pero ese amor hacia Cristo liberador es común a todos, es el que movía las almas de los fieles en las primeras comunidades cristianas, y quien alienta y anima, a través del Espíritu Santo, toda la vida de la Iglesia.