Vida contemplativa


De cara al exterior la vida de oración tiene fama de ser una vida soporífera, aburrida e incluso infructuosa y vana. Nada más lejos de la realidad. Vivir en completa dedicación al Señor es un privilegio, casi me atrevería a decir que un honor del que, por desgracia, pocos quieren disfrutar.

Muchos piensan que nuestra vida es tediosa, hasta ociosa, y tienen los continuos tiempos de oración como una carga o una condena. Los que así piensan es porque no han experimentado el gozo de seguir a Cristo y de amarle con sinceridad, con profundidad.




Para quien no consigue entender esta relación, que es de amor, me gusta poner el ejemplo de una relación humana. Imagínate que tienes al ser querido lejos de ti, y que no puedes verle, solo hablar con él (o con ella) por teléfono cada día. Como es normal, esas horas en las que puedes conversar con ella las esperarás con gran ansia y deseo, e incluso los momentos previos estarás nervioso y te sentirás enormemente excitado. El rato que paséis en conversación, se te irá en un suspiro, y por muchas horas que paséis hablando siempre te parecerán pocas.

Así es nuestro tiempo de oración, pero con mucho más motivo pues, en lugar de goces carnales y sensoriales, nuestro buen Dios nos regala con su paz celestial y nos envuelve de sus ternuras y suavidad. De tal manera que, no contentos con los tiempos señalados para la oración comunitaria, los monjes buscamos cualquier momento para "sintonizar" con nuestro Divino Salvador, intentando que cualquier cosa que hagamos, bien sean trabajos manuales, comiendo e incluso durmiendo, se conviertan en una oración continua.

Se podría decir que nos desvivimos por conseguir una constante oración, disfrutando de las lindezas del amor-ágape que va más allá de los sentidos y el conocimiento sensorial, que llena el alma y la turba de tal manera que nos encontramos completamente abandonados en Aquel que lo llena todo y lo contiene todo.

Así que, podría decir, la vida de un monje es un absoluto y constante acto de amor hacia Dios.