Ruinas de Santa Águeda


Me dirigía hacia una de las aldeas más cercanas que solía visitar a menudo. Ir hacia ella era también la ocasión perfecta para detenerme en uno de los lugares más evocadores y atrayentes que había por los alrededores. Se trataba de las ruinas de Santa Águeda, en realidad casi unas cuantas piedras amontonadas que habían sido una ermita y que, en completo estado de abandono, se habían convertido ahora en una construcción irreconocible.

Pero seguía siendo terreno santificado, y me resultaba muy agradable detenerme en aquel lugar a descansar, meditar, y orar.




Para llegar allí había que ascender por unos empinados apriscos, y pasar una pequeña aldea que en tiempos pasados había llegado a contar hasta con su propia escuela rural, pero de eso hacía ya mucho tiempo. Actualmente llevaba bastantes años abandonada, y no solo no residía en ella ningún vecino sino que, las pocas casas que se mantenían en pie, corrían grave riesgo de derrumbamiento. De hecho ninguna tenía tejado, sus techumbres, tras soportar muchos duros inviernos y copiosas nevadas, se habían venido abajo hacía mucho.

Era peligroso transitar por allí porque los muros de piedra tenían mucho peso suspendido, pero no era difícil rodear la aldea por los senderos que había en derredor que era, sobra decirlo, por donde yo pasaba.

Una vez en Santa Águeda la vista de los valles de alrededor era impresionante. No era la cumbre más alta, en torno a ella se alzaban picos de roca maciza mucho más impresionantes, pero aun así tenía unas asombrosas vistas de los valles situados a sus pies, con los caminos de tierra y los riachuelos dividiendo las tierras de solano y las faldas de las montañas como venas bajo la piel resquebrajada en un brazo anciano.


En días fríos y lluviosos se podía contemplar claramente la niebla ascendiendo por las laderas, ocultando las partes boscosas o las cumbres más altas de las vecinas montañas. En días claros era el diáfano horizonte lo que permitía distinguir los campos labrados más lejanos, o la casita de algún labriego en mitad de la montaña. Por el verano se podían discernir, e incluso escuchar repetirse entre los ecos de las montañas, los rebaños de ovejas que vigilaban los pastores. Yo, como Santa Jacinta en la aldea de Fátima, abría los brazos mirando al cielo y gritando saludos y avemarías a la Madre del Señor, tras meditar en las estaciones del Viacrucis que solía rezar al llegar. Un cielo que en ocasiones lo rasgaba la estela de algún avión que circundaba el firmamento, dejando un rastro vaporoso que se iba ensanchando y agrandando más y más, hasta formar como autopistas aéreas.

No necesitaba más para sentirme en unión con Dios, y para conseguir que mis oraciones, musitadas con fervor y tranquilidad, viajaran de mi alma hacia el oido siempre atento de mi Señor.